Elisabet Ros

¿Cómo nos afecta la muerte de un padre?

En este momento, me encuentro transitando un duelo anticipado, “acompañando” a mi padre en la distancia mientras atraviesa un proceso de enfermedad en su fase más avanzada. Aunque no estoy físicamente cerca, siento cada día cómo me voy despidiendo de él de forma silenciosa e íntima.

Esta experiencia me ha llevado a pensar no solo en lo que implica perder a un padre como figura real, sino también en su rol en nuestra vida, y cómo su ausencia puede remover aspectos muy profundos de nuestra identidad y nuestra historia personal.

No es lo mismo perder a un padre cuando somos niños que cuando ya somos adultos. En la adultez, muchos tenemos hijos, vínculos sólidos o proyectos que nos impulsan hacia la vida. Sin embargo, incluso así, la pérdida de un padre puede removernos en lo más profundo, tocar partes antiguas de nuestro ser, y enfrentarnos con la pregunta de quiénes somos sin esa figura física que, de una forma u otra, siempre ocupó un lugar estructural en nuestra historia.

En este artículo quiero compartir algunas ideas sobre el rol del padre en nuestra vida, lo que implica su pérdida, y cómo el duelo puede abrir también un camino de transformación: el de convertirnos en nuestro propio padre, aprendiendo a sostenernos desde dentro.

El padre real y el padre simbólico

Cada uno de nosotros tiene una historia única con su padre. Hay quienes lo recuerdan como un refugio seguro, una figura protectora y amorosa. Para otros, puede haber sido un vínculo difícil, lleno de distancia, exigencia o heridas no resueltas. Sin embargo, más allá de lo que fue o no fue en lo concreto, el padre ocupa un lugar simbólico dentro de nosotros.

El padre representa muchas veces el límite, el sostén, la autoridad saludable, el permiso para crecer. Su presencia (o su ausencia) moldea nuestro sentido de pertenencia, de autonomía, de valor personal. Cuando muere, no solo se va la persona, también se reconfigura ese lugar interior: el que alguna vez nos guió, o el que tal vez siempre esperamos que lo hiciera.

Perder a un padre nos obliga a revisar esa historia y esa herencia emocional y simbólica. A veces con gratitud, otras con dolor. Esta es una vivencia que, inevitablemente, provoca un cambio interno difícil de ignorar.

Hacer el duelo por el padre que fue… y por el que no fue

Una de las dimensiones más delicadas del duelo por un padre, especialmente cuando la relación fue difícil, es que muchas veces no lloramos solo por su ausencia física. Lloramos también una pérdida más abstracta, pero no menos dolorosa: la del padre que hubiéramos querido tener y que nunca estuvo del todo ahí.

En ese proceso de duelo, conviven dos figuras internas:

  • El padre real, con sus acciones, omisiones, errores, aciertos, su historia concreta.
  • Y el padre idealizado o imaginado: el que nos habría gustado tener, el que soñamos en la infancia, el que aún de adultos seguimos esperando en forma de comprensión, validación o amor incondicional.

El duelo de aceptar la realidad

Duelar no es solo decir adiós a la presencia del padre tal como fue, sino también rendirse ante lo que no pudo ser. Soltar esa expectativa que quizá nos acompañó durante años: que cambiara, que pidiera perdón, que viera nuestro valor, que estuviera disponible emocionalmente.

Este tipo de duelo puede ser especialmente doloroso porque incluye una confrontación con la realidad: a veces no hubo reparación, no hubo reconciliación, no hubo palabras finales. Y sin embargo, aceptar esa verdad también es una forma de liberación.

Realizar este duelo implica:

  • Reconocer la diferencia entre el deseo y la realidad, sin culpa ni juicio.
  • Honrar el anhelo de ese padre ideal como una necesidad legítima de nuestro niño interior.
  • Aceptar al padre real tal como fue, sin negarlo ni idealizarlo.
  • Y, sobre todo, asumir la tarea de darnos hoy lo que no recibimos entonces: cuidado, sostén, aprobación, dirección.

El proceso de duelo implica transformar el dolor. No se trata de olvidar, sino de cerrar con conciencia ese capítulo interno, para poder vivir con mayor liviandad, paz y libertad.

Cuando la figura del padre fue difícil

No todas las personas han tenido una relación cercana, amorosa o sana con su padre. En muchos casos, la figura paterna estuvo marcada por la distancia emocional, la exigencia excesiva, la ausencia o incluso por el dolor. Sin embargo, incluso desde esas experiencias, también es posible transformar, resignificar y encontrar un camino propio.

La muerte de un padre con quien la relación fue complicada puede traer sentimientos muy diversos: alivio, tristeza, rabia, culpa o incluso una extraña sensación de vacío. Y todas estas emociones son válidas. No hay un modo “correcto” de transitar el duelo. Pero sí hay formas de hacerlo con más amabilidad hacia uno mismo.

En estos casos, el duelo no se trata tanto de despedirse de lo vivido, sino de aceptar lo que no fue posible. Dejar de esperar aquello que no llegó, y comenzar a ofrecérnoslo a nosotros mismos. A veces, eso implica reconocer los límites del otro con compasión, sin justificar, pero también sin quedarnos atrapados en el resentimiento.

El rol del padre en nuestra configuración personal

Cuando hablamos del niño o la niña interior, nos referimos a esas memorias emocionales que quedaron grabadas en nosotros desde la infancia. No importa cuántos años hayan pasado: hay vivencias, necesidades y preguntas que siguen vivas en algún rincón de nuestro ser.

La muerte de un padre, especialmente en la adultez, puede despertar a ese niño interno: el que necesitaba sentirse visto, valorado, amado sin condiciones. A veces, aunque ya entendamos racionalmente la historia de nuestro padre y aceptemos sus límites, aparece una parte más profunda que aún guarda preguntas sencillas, pero conmovedoras: “¿Me quiso?”, “¿Estuvo realmente para mí?”, “¿Fui suficiente?”, “¿Me vio de verdad?”

Ese reencuentro con nuestras memorias infantiles no siempre es fácil. Pero si lo acompañamos con atención y ternura, puede convertirse en una verdadera oportunidad. Reconocer a ese niño o esa niña herida, escucharla sin juzgarla, abrazarla desde la mirada adulta que hoy sí puede sostenerla, es parte del camino que el duelo puede abrir cuando lo transitamos con honestidad y presencia.

Convertirnos en nuestro propio padre

Quizás la parte más profunda de este camino es darnos cuenta de que, con su partida, se abre una nueva etapa: la de convertirnos en nuestro propio padre.

Esto no es una frase bonita. Es una tarea real, concreta, poderosa.

Convertirse en nuestro propio padre es aprender a cuidarnos con firmeza, a ponernos límites, a guiarnos con dirección. Es desarrollar esa voz interna que dice: “Puedes”, “Estoy aquí”, “Te respaldo”. Es dejar de buscar fuera la validación que tal vez no llegó nunca, y empezar a construirla desde dentro.

Si nuestro padre fue un buen ejemplo, podemos honrar su legado incorporando sus valores. Si no lo fue, podemos hacer justamente lo contrario: romper la cadena y ser para nosotros lo que él no supo o no pudo ser.

Convertirnos en nuestro propio padre es:

  • Aprender a ponernos límites sanos.
  • Darnos permiso para avanzar o descansar.
  • Ser sostén, dirección y contención para nosotros mismos.
  • Validarnos, acompañarnos y cuidarnos con firmeza amorosa.

Este proceso implica aprender a ser nuestro propio apoyo emocional, independientemente de lo que recibimos o no de la figura paterna. Es un acto de renacimiento y transformación.

Hacia la reconciliación 

Tanto si nuestro padre fue una figura amorosa, presente y protectora, como si fue una presencia difícil, ausente es posible alcanzar una reconciliación interior. 

Reconciliarse no significa olvidar lo vivido, ni justificar lo que dolió, ni idealizar a quien no pudo darnos lo que necesitábamos. Significa aceptar nuestra historia con honestidad, integrar lo aprendido, incluso desde la ausencia o el dolor, y decidir con qué parte de ese legado queremos seguir caminando.

A veces eso implica agradecer lo recibido, otras veces llorar lo que no fue. Pero en todos los casos, es una invitación a reconectar con nuestros propios recursos internos: la capacidad de sostenernos, guiarnos y protegernos desde adentro. Porque aunque ya no esté físicamente, podemos elegir cómo hacer lugar a esa figura en nuestro mundo interior: como impulso, aprendizaje o punto de partida para construir algo distinto.

Aprender a cuidarnos

Tal vez eso sea lo que nos deja la muerte de un padre: un espacio nuevo por habitar, una oportunidad para mirarnos sin él, y un llamado a sostenernos con más conciencia, compasión y verdad.

Porque, al final, también podemos ser nosotros quienes aprendamos a decirnos:

“Estoy aquí. No estás sola. Yo te cuido.”

Escrito por Elisabet Ros, Terapeuta transpersonal y especialista en duelo.